El sufrimiento provocado y las sonrisas calladas
No cabe duda que a los seres humanos
nos encanta sufrir. Somos individuos tan poco acostumbrados a disfrutar, al
grado de que cuando nuestro entorno nos entrega mil posibilidades de sonreír,
nosotros buscamos dos mil de que quejarnos; ¿o no?
La estabilidad es efímera, llega y
subsiste por breves momentos en ocasiones imperceptibles, tenemos todo a
nuestro alcance y seguimos buscando más, imaginamos modelos de la vida ideal y
la vida misma deja de ser el único motivo de la existencia. No sabemos qué
queremos y sin embargo queremos más. No nos damos cuenta, pero
inconscientemente, en un ritmo permanente, vivimos con la única intención de
que pase el tiempo, ese tiempo que es nuestro fiel compañero y fiel verdugo que
nos atrapa en la permanente tendencia y la irónica añoranza de crecer, de
imponer cercanas metas que también son preocupaciones, el sueño de graduarnos,
el anhelo de conseguir un mejor trabajo o la ilusión tener un hijo, e
irremediablemente, la nunca trazada pero siempre existente meta de envejecer,
envejecer a un ritmo que creemos lento, pero que va con la misma rapidez con la
que las estaciones cambian, cada día más notorio, en una acción que ocurre cada
segundo.
Cuando eres niño no es tan sencillo
no percatarse de ello. Una característica de la infancia digna de extrañarse y
admirarse en cada infante es esa capacidad para aislar el sufrimiento, el don
natural de no tener metas a futuro más que pensar que comeremos saliendo de la
escuela o inventar una forma de faltar a responsabilidades sin consecuencias,
pasar horas jugando o sonriendo inocentemente.
De mi infancia extraño poder mantenerme
atento a una caricatura, pensar que podría ser profesional en algún deporte;
disfrutar en un columpio; comer un chocolate sin pensar en la calorías o
carbohidratos, poder hablar sin cuidar cada palabra, poder ir por la vida
buscando amigos para pasar el rato y no relaciones de conveniencia.
Al final, todo pasa. Vamos olvidando
poco a poco esa facilidad para sonreír con holgura, la capacidad de ser felices
sin esperar nada a cambio, la facultad de evadir los problemas escudándose en
nuestros padres o simplemente, la magia de una esporádica risa cuando sabes que
lo que hiciste está mal. Crecemos y nos desarmamos, nos desnudamos, nos
volvemos vulnerables al sufrimiento, aprendemos a ser tanto una parte de los
demás y ser menos nosotros mismos.
Pero al final, todo está dentro,
todo. Se sufre, se rie, se goza y ¿Qué es lo que más se recuerda? El dolor. El
ser humano es capaz de aprender de cada cosa, de cada momento, de cada caída y
acierto. Es responsabilidad de nosotros aprender más de los logros que de los
errores, disfrutar más los buenos momentos que las agonías, sonreír ante la
tempestad en vez de sollozar en medio del gozo, vivir la vida viviendo y
sofocar el sufrimiento.
¡Una sonrisa no cuesta nada!
Sufrir es un poco más caro.
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